domingo, 31 de diciembre de 2023

Eloína

 Eloína murió hace un año, con treintaisiete, de repente. Un ACV en la noche de Navidad. El colapso en una tarde, tres días después. Teníamos la misma edad. A los nueve años fuimos novios. Con una carta escrita con lápiz en una hoja de cuaderno le pedí que estuviese conmigo. Dijo que sí. Terminó conmigo a las pocas semanas porque le parecieron ridículos unos pantalones que vestí para visitarla. Ya de adultos bromeaba con ella al respecto. Que tú me dejaste, le reprochaba. Gafo, me respondía, sonreída. Era madre de una niña que se llama Laura. Laura, porque Eloína amaba a Laura Pausini. A mí me dedicó, en una de esas cartitas inocentes y garabateadas con errores ortográficos, La soledad. Y a su hija, sin que nadie se interpusiese –si es que alguien pretendió interponerse–, la bautizó Laura. Ahora Laura no la ve en las mañanas, como solía ser. Ni en las noches, como solía ser. Porque Laura sufre el mazazo pavoroso, esa falla inexplicable en la lógica –tan ilógica, en realidad– de la vida, de ser huérfana de madre. Salvando la evidente, la vastísima diferencia, mi vida también cambió desde entonces. No sólo porque ya no puedo escribirle a Eloína de vez en cuando para gastar más y más el viejo y fastidioso chistecito de mis pantalones ridículos, ni porque ella no me preguntará jamás en un playón del Orinoco (como si algo especial, algo superlativo, definitivo, supiese yo al respecto) cuándo caerá el chavismo: también mi vida es diferente porque sé que, ya que ella murió, yo también puedo hacerlo. Porque creo ahora que la muerte no es tan dolorosa como me la figuraba. Su foto enmarcada con un lazo con las letras malditas QEPD al lado me aplastaron más contra la verdad de la vida de que no hay equilibrios ni justicias. Si Eloína, en nuestra bonita coincidencia vital, en nuestro finito lapso común, murió, nada me lo impide a mí. Su muerte me ha desmalezado un poco más el camino a la mía, camino que antes creí un poco más abigarrado. Me ganó en ese término. Sólo pienso en ella para tomar por la pechera y con violencia lo inevitable, lo que pareció tormentoso pero que ahora, me enseñó Eloína sin quererlo y sin saberlo, no lo es.      


domingo, 5 de febrero de 2023

Espaguetis

Hundía aquel viejo los dedos en los espaguetis fríos que se llevaba a la boca. Los espaguetis, la boca. Otra vez: los espaguetis, la boca. Otra vez: los espaguetis, la boca. Las falanges como tenedores. Las yemas empatucadas con la manteca y la salsa. Los pedazos de carne molida apiñados con la mugre verduzca y compacta en las uñas. No tenía dientes. Entonces volvía papilla los espaguetis aplastándolos entre la lengua y el paladar, amalgamando el bolo con la saliva, chascando. Estaba sentado en unas escaleras de concreto. La camisa de cuadros azules y rojos y mangas cortas y botones ausentes, descolorida. Fétida. El pantalón de gabardina marrón, que le habrá regalado no sé quién, rasgado en las rodillas. Los pies con costras negras sobre el cemento. Tragaba celoso y desesperado, rabioso, como un perro, con migas incrustadas en la barba, y levantaba la cara, los ojos con glaucoma y lágrimas, para estar seguro de que nadie, nadie, nadie le arrebatara el pipote de los espaguetis.  Pero nadie lo miró. Nadie se le acercó. Excepto yo, con cinco años, por casualidad, de repente y por pocos segundos, en mi primer encuentro con la miseria.

miércoles, 26 de junio de 2019

Discreción, virtuosismo y periodismo*


Hubo una banda llamada Led Zeppelin. Dicen muchos, creo que con ligereza, que ha sido la más grande de todos los tiempos. No me gustan esas sentencias absolutistas. Es Led Zeppelin, prefiero decir, de las más trascendentes e innovadoras  en el mundo del rock. Su bajista (que está vivo) se llama John Paul Jones. Alguien, no recuerdo quién, lo describió como la parte “discreta pero virtuosa” del grupo. Me gusta esa definición: discreto y virtuoso. Tanto, que quiero extrapolarlo a lo que hoy nos concierne, la comunicación y el periodismo.

Soy un convencido de que este es uno de los mejores momentos para ejercer el periodismo en Venezuela. La autocracia de Hugo Chávez y la dictadura de Nicolás Maduro han empujado, por el ánimo estúpido de censurar, a los periodistas a repensar las formas del oficio en el siglo XXI. Ha sido una crisis que nos ha lanzado unos años al futuro, pues estamos en la necesidad de apelar a la tecnología para trasgredir las barreras de la censura. A la vez, nos ha batuqueado hacia atrás, incluso  a la prehistoria, por aquello de que hay un energúmeno rechoncho que en la televisión pública amenaza a medio país con un garrote de cavernícola.

El país, la historia y la circunstancia (funesta y traumática) nos exigen, como nunca, la responsabilidad casi quirúrgica de revisarnos en el ejercicio diario del periodismo. Hace 11 años, acá, en la UCAB Guayana, el locutor Iván Loscher pidió a los jóvenes que lo escuchábamos en un foro que nunca perdiésemos la iracundia ante el ejercicio despótico del poder de Hugo Chávez. Y de hecho no es fácil controlar la ira y la indignación al ver a un militar asesinando a un estudiante. O a una mamá de cinco niños muriendo porque no consiguió una medicina. O a un viejo esquelético comiéndose en un basurero un pedazo de carne con gusanos o una arepa petrificada.

Es allí, en ese momento, cuando salta al terreno la responsabilidad periodística: la indignación y la ira deben convertirse en la fuerza, en el empuje, en la terquedad, en la perseverancia, en el motor y hasta en la obsesión que necesita el periodismo. Recalco: no es fácil.

El momento también nos exige irreverencia. La irreverencia no se trata de cuán rotos están nuestros pantalones, de la cantidad de tatuajes que nos surquen o de la cantidad de groserías que disparemos por minuto. Menos, de decir: “yo soy irreverente”, pues quien dice que es irreverente deja de serlo. La irreverencia, más que un momento o una reacción, es una actitud consecuente toda la vida. Allí está, como gran ejemplo, un irreverente que se nos murió hace poco: Teodoro Petkoff. La irreverencia, entonces, que el momento venezolano nos exige es más difícil: es la irreverencia del argumento contra los poderosos y sus adulones. El argumento solo tiene validez cuando tiene una investigación que lo respalde. Y la investigación es, insisto, fuerza, empuje, terquedad, perseverancia, motor y obsesión. Esa es la irreverencia que el país, que la República que queremos recuperar, merece y requiere.

No podemos ser demagógicos: eso significa que no podemos decir lo que la gente quiere escuchar, sino lo que la gente debe escuchar. Y necesitamos ser críticos con ciertos aprovechadores de esta crisis. Entre la debacle y el apocamiento de varios medios y el silencio de muchos colegas ha surgido una fauna de estafadores que pretenden llamarse periodistas. Son fáciles de identificar: regularmente, venden frases pomposas para radicales y señalan, como si nada, a culpables para encontrar empatía en los desesperanzados. No tienen investigación ni un trabajo que los respalde. Solo buscan el retuit, que les agradezcan lo que hacen, los seguidores, la aclamación, que su foto sea objeto del deseo, la veneración en las redes, el aplauso automático.

Y el aplauso automático es peligroso. El aplauso automático, por ejemplo, fue una de las razones que llevaron al autócrata Hugo Chávez al poder hace 20 años. El aplauso automático fue lo que llevó a muchos hace seis años a votar por el dictador Maduro. El aplauso automático nos arrastra, como sociedad, al barrial de una de nuestras grandes maldiciones: el personalismo. La tara de buscar un héroe salvador.

Pues es, ahora que dentro de 48 horas habrá un fulano Día del periodista, cuando debemos estar alertas ante este tipo de personajes y recordar, pertinaces,  que los periodistas no somos héroes. Que los periodistas no somos guías políticos. Que los periodistas no somos gurús de la autoayuda. Que los periodistas no somos iluminados. Que los periodistas no somos la noticia. Los periodistas, hoy, y como nunca, debemos ser eso: periodistas.

Como tales, más que sentenciar, los periodistas tienen  que explicar, describir, escarbar en los lodazales y en las gusaneras sin el interés del “mírenme, cómo me meto en el lodo porque soy un periodista”. Pues el periodismo no es para que nos lo agradezcan. Ni para exhibirnos. Lo único que debe movernos es la verdad. Nada más.

Solo así, con investigación y con argumentos, podremos explicar a una sociedad que nos necesita por qué Chávez fue un autócrata y por qué Maduro es un dictador, sin caer en el horror de matizar las verdades para justificar y para pasar por alto algunos hechos, como en mala hora hicieron muchos profesores de esta universidad, colegas y medios durante los trece nefastos años de Francisco Rangel Gómez  y como han hecho también ahora, en estos dos años nefastos de Justo Noguera, secuestrador de nuestra Gobernación.

No es el momento de los héroes. No es el momento (y nunca debe serlo) de los premiecitos gobierneros por los que todavía se pelean muchos. Es el momento de repensar la República democrática que queremos rescatar. Esa en donde el periodismo libre sea estandarte. ¿Está todo perdido? Tajantemente: no. De hecho, hoy en Venezuela hay muchos haciendo el mejor periodismo que se ha hecho en nuestra historia. Pero es deber recordar y señalar los peligros y los errores para no repetirlos: es lo que pretendo en esta introducción.

Me preguntarán ustedes: ¿pero acaso Led Zeppelin solo fue John Paul Jones? Y les respondo: no. Pero recordemos también que, como grupo musical masivo, Led Zeppelin fue, principalmente, espectáculo. Y el periodismo no es un espectáculo: es un servicio público que requiere entrega y efusión. Sin estridencias ni jactancias.  Es decir, un trabajo discreto y virtuoso. Como el del buen John Paul Jones. Como debe ser. Y concluyo recordando que no hay buen o mal periodismo. El periodismo es y debe ser siempre uno solo: el bueno.

*Discurso de presentación del foro Comunicación para la democracia, con Mariengracia Chirinos y Marcelino Bisbal, en la UCAB Guayana. Puerto Ordaz, 25 de junio de 2019. 

domingo, 24 de marzo de 2019

Ese algo


Cómo viste para matarse –si es que viste para matarse–. Cómo se mata. En dónde lo hace. Cómo quiere que descubran el cadáver. Quién quiere que lo descubra. La carta de despedida. O la que decide no escribir. La palidez de los labios. La mirada inanimada. La plasta de sangre y sesos en la pared. El mecate tatuado en el cuello. La hinchazón putrefacta del día tres. Las muñecas tasajeadas. La deformidad abombada que lleva el río a la orilla. La espuma en la boca. El gesto congelado. Las manchas del pantalón. El saco desparramado que se lanzó del piso 21. La cara desmigajada. En fin: quién sabe, pero algo debe haber en la escena que planifica el suicida. 
Tal vez sea su pequeña venganza.
Tal vez, y ya, solo un acertijo. 
Tal vez, su obra de arte.  


viernes, 18 de enero de 2019

Sin despedida


Vio todo. En silencio y con detalles. Pasmado por el miedo, con la boca abierta y la saliva fría. Vio la oscuridad. La sorpresa de la emboscada. El brillo del revólver. El chispazo del disparo. Y del otro. Y del otro. Vio los desaguaderos de sangre en el cuello, en la cabeza y en el pecho. El salpicón rosado de masa encefálica. La mueca del espanto. Al hombre desplomado. Los últimos segundos  de esa vida. Los primeros segundos de esa muerte. Al matón, que corrió. Vio a la que gritó que lo mataron, lo mataron, lo mataron. Y al que dijo que está muerto. Vio el charco rojo, petrificado debajo del bulto inerte. A alguien que lo abrazó y le suplicó que ya no viera eso. Pero todavía lo ve. Todos los días. Cada minuto. Y lo seguirá viendo sin entender nunca por qué tuvo que verlo. Lo mismo que vio cuando tenía cinco años. Ese recuerdo que le selló el resto de la vida: el de la noche en la que vio el asesinato de su papá.      

domingo, 26 de agosto de 2018

Despecho

Aquí está ese momento de mi vida en el que clavo los ojos en la madrugada mientras mastico y regurgito y vuelvo a masticar la acidez de la amargura. Ese momento en el que lo imagino pellizcándote los pezones y te escucho suplicarle que así no, que más duro, que así sí, que ajá, que ajá. Ese momento en el que cada atisbo del sueño huye del espantajo de tu ausencia. En el que sé que cualquier mujer que no seas tú me será insípida, en el que todo me sabe a nada y en el que tu desprecio me escupe la cara. Es ese momento de recorrer una vez y cien veces el mismo pasillo que recorrimos, a ver si acaso queda algo de ti. De pensar en ese anónimo que te saborea la humedad y te acaricia el vello con la punta de la nariz. De andar por inercia. De asimilar que no soy más la carne de tu canibalismo. De enterrarme las espinas de las canciones que nos musicalizaron el desenfreno. Es ese momento de mi vida de despertar sin que me pertenezcas en un abrazo. De no poder ladearte el cabello de la oreja para besarte y decirte que aquí está tu café. El momento de aceptar que pasé de moda. Que no hay presente ni hay nosotros. Que ahora solo fuimos.     

lunes, 23 de julio de 2018

Cuando muera


Por favor, no metan mi cadáver en una urna para que digan, al verme la cara blanquecina, rígida y apendejada, que quedé igualito.
Por favor, sin esas  doñitas de las que me reí que repiten esos rosarios de los que me burlé.
Por favor, sin esquelas que lamenten mi “sensible fallecimiento”.
Por favor, sin velitas al lado de mis fotos.
Por favor, sin cementerios. Sin curas. Sin letanías. Sin flores.
Por favor, no se consuelen con la idea de que estoy en otra vida en la que no creí.
Por favor, tampoco se consuelen con la idea de que voy al encuentro de un Fulano en el que tampoco creí.
Por favor, sin “vivirás eternamente”, sin “por siempre en nuestros corazones” y sin “vuela alto”.
Por favor, sin a un año de tu partida. Ni a diez. Ni a cien. Ni nunca.
Por favor, sin “algún día nos reuniremos”, pues jamás nos reuniremos otra vez.
Por favor, métanme sin despedidas ni ritos en el horno crematorio y desháganse de mis cenizas. O entréguenme a los estudiantes de Medicina para que me jurunguen el culo y las bolas.
En cambio, si quieren dedicarle algo a mi memoria, beban y escuchen La Traviata.
Beban lo que consigan.
Beban ron. Beban cerveza. Anís. Güisqui.
Lo que sea.
Pero beban. Hasta que no tengan conciencia.
Y por mí no se preocupen.
Porque habré muerto.
Sin más.
Como también, en breve, morirán ustedes.