Eloína murió hace un año, con treintaisiete, de repente. Un ACV en la noche de Navidad. El colapso en una tarde, tres días después. Teníamos la misma edad. A los nueve años fuimos novios. Con una carta escrita con lápiz en una hoja de cuaderno le pedí que estuviese conmigo. Dijo que sí. Terminó conmigo a las pocas semanas porque le parecieron ridículos unos pantalones que vestí para visitarla. Ya de adultos bromeaba con ella al respecto. Que tú me dejaste, le reprochaba. Gafo, me respondía, sonreída. Era madre de una niña que se llama Laura. Laura, porque Eloína amaba a Laura Pausini. A mí me dedicó, en una de esas cartitas inocentes y garabateadas con errores ortográficos, La soledad. Y a su hija, sin que nadie se interpusiese –si es que alguien pretendió interponerse–, la bautizó Laura. Ahora Laura no la ve en las mañanas, como solía ser. Ni en las noches, como solía ser. Porque Laura sufre el mazazo pavoroso, esa falla inexplicable en la lógica –tan ilógica, en realidad– de la vida, de ser huérfana de madre. Salvando la evidente, la vastísima diferencia, mi vida también cambió desde entonces. No sólo porque ya no puedo escribirle a Eloína de vez en cuando para gastar más y más el viejo y fastidioso chistecito de mis pantalones ridículos, ni porque ella no me preguntará jamás en un playón del Orinoco (como si algo especial, algo superlativo, definitivo, supiese yo al respecto) cuándo caerá el chavismo: también mi vida es diferente porque sé que, ya que ella murió, yo también puedo hacerlo. Porque creo ahora que la muerte no es tan dolorosa como me la figuraba. Su foto enmarcada con un lazo con las letras malditas QEPD al lado me aplastaron más contra la verdad de la vida de que no hay equilibrios ni justicias. Si Eloína, en nuestra bonita coincidencia vital, en nuestro finito lapso común, murió, nada me lo impide a mí. Su muerte me ha desmalezado un poco más el camino a la mía, camino que antes creí un poco más abigarrado. Me ganó en ese término. Sólo pienso en ella para tomar por la pechera y con violencia lo inevitable, lo que pareció tormentoso pero que ahora, me enseñó Eloína sin quererlo y sin saberlo, no lo es.
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