viernes, 18 de enero de 2019

Sin despedida


Vio todo. En silencio y con detalles. Pasmado por el miedo, con la boca abierta y la saliva fría. Vio la oscuridad. La sorpresa de la emboscada. El brillo del revólver. El chispazo del disparo. Y del otro. Y del otro. Vio los desaguaderos de sangre en el cuello, en la cabeza y en el pecho. El salpicón rosado de masa encefálica. La mueca del espanto. Al hombre desplomado. Los últimos segundos  de esa vida. Los primeros segundos de esa muerte. Al matón, que corrió. Vio a la que gritó que lo mataron, lo mataron, lo mataron. Y al que dijo que está muerto. Vio el charco rojo, petrificado debajo del bulto inerte. A alguien que lo abrazó y le suplicó que ya no viera eso. Pero todavía lo ve. Todos los días. Cada minuto. Y lo seguirá viendo sin entender nunca por qué tuvo que verlo. Lo mismo que vio cuando tenía cinco años. Ese recuerdo que le selló el resto de la vida: el de la noche en la que vio el asesinato de su papá.      

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