Vio todo. En silencio y con detalles. Pasmado por el miedo, con la boca abierta y la saliva fría. Vio la oscuridad. La sorpresa de la emboscada. El brillo del revólver. El chispazo del disparo. Y del otro. Y del otro. Vio los desaguaderos de
sangre en el cuello, en la cabeza y en el pecho. El salpicón rosado de masa
encefálica. La mueca del espanto. Al hombre desplomado. Los últimos
segundos de esa vida. Los primeros
segundos de esa muerte. Al matón, que corrió. Vio a la que gritó que lo
mataron, lo mataron, lo mataron. Y al que dijo que está muerto. Vio el
charco rojo, petrificado debajo del bulto inerte. A alguien que lo abrazó
y le suplicó que ya no viera eso. Pero todavía lo ve. Todos los días. Cada
minuto. Y lo seguirá viendo sin entender nunca por qué tuvo que verlo. Lo mismo que vio cuando tenía cinco años. Ese recuerdo que le
selló el resto de la vida: el de la noche en la que vio el asesinato de su papá.