Hundía aquel viejo los dedos en los espaguetis fríos que se llevaba a la boca. Los espaguetis, la boca. Otra vez: los espaguetis, la boca. Otra vez: los espaguetis, la boca. Las falanges como tenedores. Las yemas empatucadas con la manteca y la salsa. Los pedazos de carne molida apiñados con la mugre verduzca y compacta en las uñas. No tenía dientes. Entonces volvía papilla los espaguetis aplastándolos entre la lengua y el paladar, amalgamando el bolo con la saliva, chascando. Estaba sentado en unas escaleras de concreto. La camisa de cuadros azules y rojos y mangas cortas y botones ausentes, descolorida. Fétida. El pantalón de gabardina marrón, que le habrá regalado no sé quién, rasgado en las rodillas. Los pies con costras negras sobre el cemento. Tragaba celoso y desesperado, rabioso, como un perro, con migas incrustadas en la barba, y levantaba la cara, los ojos con glaucoma y lágrimas, para estar seguro de que nadie, nadie, nadie le arrebatara el pipote de los espaguetis. Pero nadie lo miró. Nadie se le acercó. Excepto yo, con cinco años, por casualidad, de repente y por pocos segundos, en mi primer encuentro con la miseria.