Dedicado a los estudiantes de Periodismo: jamás sean como el protagonista de este relato.
Según recordaba, solo había leído 33 páginas de Cien años de
soledad: el marcalibros tenía una década allí, en el mismo lugar de donde nunca
pasó porque siempre se quedaba dormido. Pero eso no le importó y esa mañana
minó sus redes con una frase: “El periodismo es el mejor oficio del mundo”.
Hacía tiempo que la había escuchado y la buscó en Google. Supo
así que era del tal Gabriel García Márquez y la difundió con un añadido: “Como
dice el Gabo: el periodismo es el mejor oficio del mundo. Feliz día para mí”.
Así comenzó una de sus celebraciones favoritas, la del Día del
periodista. Llegó temprano a la redacción. Saludó y lo saludaron. Felicitó y lo
felicitaron. Nomás entrar vio el primer obsequio: una bolsa institucional que
le mandó la Alcaldía. Dentro había una taza con su nombre impreso. La
fotografió y, cómo no, la publicó en sus redes: “Comienzan los regalos”.
La mañana transcurrió entre dos agasajos: uno con un grupo de
empresarios de quienes recibió una agenda y un bolígrafo chino. Otro, en una
oficina gubernamental en la que, después de una rueda de prensa, él y varios de
sus colegas engulleron, unos tras otros, arepas, empanadas y pastelitos.
Fue allí en donde vio a esa periodista que siempre se empecinaba
en preguntar y en repreguntar en las ruedas de prensa: era una mujer menuda, de
veintitantos, que por sus cuestionamientos despertaba antipatías especialmente
entre políticos. La veía con pesadez por esa extraña manía de llevarle la
contraria al mundo. Y aquel día no era la excepción: fue ella la única que
rechazó el condumio y el regalo, y se fue cuando terminaron las declaraciones.
“¿Por qué no se queda?, ¿qué tienen de malo los regalos?”, se preguntó él antes
de encogerse en hombros y morder una empanada.
Mientras masticaba, leyó una frase en su teléfono: “El
periodismo es libre o es una farsa”. Tampoco sabía de quién era. Pensó
publicarla también pero frunció el ceño segundos antes de percatarse de que, en
verdad, no la entendía. La olvidó y decidió pensar en su problema inmediato:
cómo haría estómago para lo que le quedaba por comer.
A mediodía llegó a su agasajo favorito: el del gobernador. Sobre
una mesa había varios regalos. El coordinador de la fiesta le dijo que eran
botellas de vino: una para cada uno. Él, bajando la voz y acercándosele al
oído, le preguntó si podía llevarse dos.
Después de que le entregaron un diploma que lo felicitaba como
“Periodista del año” (que fotografió y publicó con la leyenda “Otro logro más.
Orgulloso. Gracias”) y de dos platos de parrilla y un tercero que pidió para
llevar, regresó a la redacción. Sin el menor ímpetu y pensando en que para la
noche tenía otra invitación, liquidó el trabajo con las fórmulas de siempre y
un título al que solía recurrir: “Entregadas 25 casas: el gobernador cumple con
su pueblo”.
No había estado en ese acto, pero sabía que tales “casas” no
eran más que mamotretos con techos de zinc en los que él ni pensaría en
vivir. Cuando comenzaba a cavilar al respecto se entretuvo con los mensajes de
felicitación.
Retuiteó a un viejo amigo que lo mencionó en un mensaje lacónico:
“Felicidades en tu día”. Agradeció a quienes lo llamaron, no sin antes
recordarles: “no te olvides de mi regalito”. Y hasta se sintió francamente
conmovido y al borde de las lágrimas cuando un sobrino le dijo: “Tú eres el
mejor periodista del mundo”.
Se despidió de todos para irse al próximo festín. Pero antes le
preguntaron: “¿Guardaste la foto que quiere el jefe como principal de la
primera?”. Recordó la imagen: en ella, el gobernador cargaba a un niño mocoso y
percudido en medio de una aglomeración que lo aplaudía. Al fondo estaban los 25
ranchos. “¡Sí!”, gritó desde la puerta. Y se dio por satisfecho:
creyó, con una fe blindada, que eso era periodismo.