Aquí está ese momento de mi
vida en el que clavo los ojos en la madrugada mientras mastico y regurgito y vuelvo a masticar la
acidez de la amargura. Ese momento en el que lo imagino pellizcándote los
pezones y te escucho suplicarle que así no, que más duro, que así sí, que ajá, que
ajá. Ese momento en el que cada atisbo del sueño huye del espantajo de tu
ausencia. En el que sé que cualquier mujer que no seas tú me será insípida, en
el que todo me sabe a nada y en el que tu desprecio me escupe la cara. Es ese
momento de recorrer una vez y cien veces el mismo pasillo que recorrimos, a ver
si acaso queda algo de ti. De pensar en ese anónimo que te saborea la
humedad y te acaricia el vello con la punta de la nariz. De andar por inercia.
De asimilar que no soy más la carne de tu canibalismo. De enterrarme las
espinas de las canciones que nos musicalizaron el desenfreno. Es ese momento de
mi vida de despertar sin que me pertenezcas en un abrazo. De no poder ladearte el
cabello de la oreja para besarte y decirte que aquí está tu café. El momento de aceptar
que pasé de moda. Que no hay presente ni hay nosotros. Que ahora solo
fuimos.
Periodista venezolano. Este blog es una deuda personal de, al menos, 10 años. Bienvenido.
domingo, 26 de agosto de 2018
lunes, 23 de julio de 2018
Cuando muera
Por favor, no metan mi cadáver en una urna para que digan,
al verme la cara blanquecina, rígida y apendejada, que quedé igualito.
Por favor, sin esas doñitas de las que me reí que repiten esos rosarios de los que me burlé.
Por favor, sin esquelas que lamenten mi “sensible
fallecimiento”.
Por favor, sin velitas al lado de mis fotos.
Por favor, sin cementerios. Sin curas. Sin letanías. Sin flores.
Por favor, no se consuelen con la idea de que estoy
en otra vida en la que no creí.
Por favor, tampoco se consuelen con la idea de que
voy al encuentro de un Fulano en el que tampoco creí.
Por favor, sin “vivirás eternamente”, sin “por siempre
en nuestros corazones” y sin “vuela alto”.
Por favor, sin a un año de tu partida. Ni a diez. Ni
a cien. Ni nunca.
Por favor, sin “algún día nos reuniremos”, pues
jamás nos reuniremos otra vez.
Por favor, métanme sin despedidas ni ritos en el
horno crematorio y desháganse de mis cenizas. O entréguenme a los estudiantes
de Medicina para que me jurunguen el culo y las bolas.
En cambio, si quieren dedicarle algo a mi memoria, beban y
escuchen La Traviata.
Beban lo que consigan.
Beban ron. Beban cerveza. Anís. Güisqui.
Lo que sea.
Pero beban. Hasta que no tengan conciencia.
Y por mí no se preocupen.
Porque habré muerto.
Sin más.
Como también, en breve, morirán ustedes.
domingo, 8 de julio de 2018
martes, 26 de junio de 2018
Día del periodista
Dedicado a los estudiantes de Periodismo: jamás sean como el protagonista de este relato.
Según recordaba, solo había leído 33 páginas de Cien años de
soledad: el marcalibros tenía una década allí, en el mismo lugar de donde nunca
pasó porque siempre se quedaba dormido. Pero eso no le importó y esa mañana
minó sus redes con una frase: “El periodismo es el mejor oficio del mundo”.
Hacía tiempo que la había escuchado y la buscó en Google. Supo
así que era del tal Gabriel García Márquez y la difundió con un añadido: “Como
dice el Gabo: el periodismo es el mejor oficio del mundo. Feliz día para mí”.
Así comenzó una de sus celebraciones favoritas, la del Día del
periodista. Llegó temprano a la redacción. Saludó y lo saludaron. Felicitó y lo
felicitaron. Nomás entrar vio el primer obsequio: una bolsa institucional que
le mandó la Alcaldía. Dentro había una taza con su nombre impreso. La
fotografió y, cómo no, la publicó en sus redes: “Comienzan los regalos”.
La mañana transcurrió entre dos agasajos: uno con un grupo de
empresarios de quienes recibió una agenda y un bolígrafo chino. Otro, en una
oficina gubernamental en la que, después de una rueda de prensa, él y varios de
sus colegas engulleron, unos tras otros, arepas, empanadas y pastelitos.
Fue allí en donde vio a esa periodista que siempre se empecinaba
en preguntar y en repreguntar en las ruedas de prensa: era una mujer menuda, de
veintitantos, que por sus cuestionamientos despertaba antipatías especialmente
entre políticos. La veía con pesadez por esa extraña manía de llevarle la
contraria al mundo. Y aquel día no era la excepción: fue ella la única que
rechazó el condumio y el regalo, y se fue cuando terminaron las declaraciones.
“¿Por qué no se queda?, ¿qué tienen de malo los regalos?”, se preguntó él antes
de encogerse en hombros y morder una empanada.
Mientras masticaba, leyó una frase en su teléfono: “El
periodismo es libre o es una farsa”. Tampoco sabía de quién era. Pensó
publicarla también pero frunció el ceño segundos antes de percatarse de que, en
verdad, no la entendía. La olvidó y decidió pensar en su problema inmediato:
cómo haría estómago para lo que le quedaba por comer.
A mediodía llegó a su agasajo favorito: el del gobernador. Sobre
una mesa había varios regalos. El coordinador de la fiesta le dijo que eran
botellas de vino: una para cada uno. Él, bajando la voz y acercándosele al
oído, le preguntó si podía llevarse dos.
Después de que le entregaron un diploma que lo felicitaba como
“Periodista del año” (que fotografió y publicó con la leyenda “Otro logro más.
Orgulloso. Gracias”) y de dos platos de parrilla y un tercero que pidió para
llevar, regresó a la redacción. Sin el menor ímpetu y pensando en que para la
noche tenía otra invitación, liquidó el trabajo con las fórmulas de siempre y
un título al que solía recurrir: “Entregadas 25 casas: el gobernador cumple con
su pueblo”.
No había estado en ese acto, pero sabía que tales “casas” no
eran más que mamotretos con techos de zinc en los que él ni pensaría en
vivir. Cuando comenzaba a cavilar al respecto se entretuvo con los mensajes de
felicitación.
Retuiteó a un viejo amigo que lo mencionó en un mensaje lacónico:
“Felicidades en tu día”. Agradeció a quienes lo llamaron, no sin antes
recordarles: “no te olvides de mi regalito”. Y hasta se sintió francamente
conmovido y al borde de las lágrimas cuando un sobrino le dijo: “Tú eres el
mejor periodista del mundo”.
Se despidió de todos para irse al próximo festín. Pero antes le
preguntaron: “¿Guardaste la foto que quiere el jefe como principal de la
primera?”. Recordó la imagen: en ella, el gobernador cargaba a un niño mocoso y
percudido en medio de una aglomeración que lo aplaudía. Al fondo estaban los 25
ranchos. “¡Sí!”, gritó desde la puerta. Y se dio por satisfecho:
creyó, con una fe blindada, que eso era periodismo.
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